A cada
rato surgen rumores sobre la muerte del tirano. Después son desmentidos. Pero,
desde luego, llegará el día en la noticia sea confirmada. A Fidel Castro (ya se
va descubriendo ese sacrilegio) lo enterrarán muy cerca de la tumba de José
Marti. Y lo interesante para mí será ¿en que rincón oscuro de la nación, o del
extranjero, echarán como unos bultos a Dalia Soto y a sus retoños?
Porque
desde hace rato el poder en la Isla está en las manos de las personas que más
ella ha despreciado, ignorado y alejado de sus predios y de los de su marido e
hijos. Ahí hay un mal de fondo que le traquetea. Pero están, a duras penas,
capeando el temporal mientras el monstruo respire.
Para
comenzar vamos a estar muy claros en algo: los Castro son gente chusma, sin
finura de ninguna clase, cominera, chanchullera y guaricandilla. En realidad
nunca han pasado de ser unos “guajiros ñongos”. Por lo tanto, no toda la culpa
es de la bruja porque antes de que apareciera Dalia Soto del Valle en la escena
ya los Castro se llevaban muy mal. Las primeras broncas públicas las dio Pedro
Emilio el hijo mayor de Ángel Castro con su esposa legítima contra los hijos de
la criada Lina en un programa radial echándoles con el rayo a la plebe
castrista llamado: “Los Castro de Birán”.
Si bien
Raúl, por ser un renacuajo carente totalmente de carisma, siguió políticamente
a Fidel al Moncada, al Granma, a la loma y a la tiranía, socialmente nunca se
han llevado bien ni han compartido nada.
Dalia
solamente tuvo que azuzar la candela entre los que siempre fueron una olla de
grillos y le fue muy sencillo mantener y acrecentar la distancia entre las dos
familias. Es más, los hijos de Raúl (al igual que el pueblo cubano) ni sabían
que el tío tenía una esposa e hijos y desconocían su paradero.
Al
mantener los medios hermanos el hermetismo y el absurdo misterio familiar los
descendientes no confraternizaban. A veces ni por fotos se reconocían. Y Dalia
llevaba en su alma un profundo resentimiento contra todos los que llevaran el
apellido Espín motivado en sus inicios por el injustificado capricho de su
marido de mantener públicamente a Vilma como “primera figura femenina” de la
nación. Ella no pudo comprender por qué hasta después del divorcio con Raúl
siguió ocupando ese cargo honorario. Que se sepa jamás Dalia y Vilma
sostuvieron una sola conversación cordial.
La
educación de los hijos fue diametralmente distinta y opuesta. Mientras Raúl se
ocupó de que su heredero fuera un esbirro, Dalia (porque a Fidel Castro no le
interesaba la crianza de sus hijos para nada) logró convertir a sus muchachos
en unos chulampines malcriados.
Dalia
estaba tranquila y segura de la superioridad de su marido por encima de su
cuñado. A Raúl y sus vástagos los veía y los trataba como unos peleles
sirvientes de Fidel Castro. En eso tuvo la razón, pero donde se equivocó fue en
creer que Fidel Castro era un toro inmortal y eterno.
Jamás a
un cumpleaños de Alex, de Alexis, de Ángel, de Antonio y del resto del clan
Castro-Soto fueron invitados Alejandro, ni Deborah ni Mariela. Fue tan grande
el distanciamiento que cuentan que en Varadero Antonio comenzó a fajarle a una
muchacha y los guardaespaldas tuvieron que informarle que “¡Oye, Tony, ni te
lances que esa es la nieta de tu tío!”
Y quién
les dice a ustedes que se ha comenzado a virar la tortilla. Y digo “comenzado”
porque todavía no se ha muerto el esperpento. ¿Qué sucederá después de
presentar compungidos a Dalia y sus herederos en el sepelio de la bestia en
Santa Ifigenia?
Quizás
Raúl, por mantener la falacia de que es “un tipo muy familiar”, se haga el
“chivo loco” por un rato, les tire una toalla y los deje pernoctar por varios
meses en alguna mansión del bunker de Jaimanitas. Pero cuando el poder lo asuma
el envidioso, rencoroso, acomplejado, Alejandro Castro Espín, quien tiene un
odio acumulado contra los “Soto del Valle”, va a sacar a sus primos a su tía
política a patadas de Punto Cero y hasta del país. Si fueran vivos ya debían
adquirir sus turbantes y comprar una residencia en Bora Bora o en París en uno
de los barrios islámicos donde ni la policía entra porque en Florida ni Max
Lesnik les va a dar albergue.
Por, Esteban Fernández.
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